La capital de Argentina prohibió el uso de lenguaje neutro respecto al género, reavivando un debate que vibra en todo el mundo.
Por: Por: Iván Gallo
“Lo que se ve no se pregunta…”
Gustavo Álvarez Gardeazábal no recuerda un solo momento de su vida donde haya estado en el clóset. En la violentamente conservadora Tuluá de los años cincuenta el futuro escritor era un adolescente de bucles rubios, mejillas sonrosadas y ojos color miel que era dejado inmaculado cada mañana en el colegio de las Madres Franciscanas por su chofer.
Hijo del patriarca tulueño Evergisto Álvarez Restrepo, quien construyó símbolos de esa ciudad del Valle como el Club Colonial, Gustavo, lejos de sentir matoneo por sus gráciles maneras, se sintió fue deseado. Todos querían estar con él.
Además, era brillante. Cuando entró al kínder de las madres franciscanas, a los cinco años, ya sabía leer. La madre Alberta, directora del colegio, le dijo a don Evergisto que ese niño estaba muy adelantado y que la institución podía quedarle chiquita.
A pesar de su origen paisa, y de ser el tesorero del directorio conservador, Evergisto sabía que su hijo tomaría un camino que, en Colombia, fue delito hasta la década del ochenta. Jamás mencionó el problema, lo aceptó sin preguntar porque, como lo diría Juan Gabriel muchos años después: “lo que se ve no se pregunta”. Su mamá, Maruja Gardeazábal, presidenta de las damas de caridad de Tuluá, era hija de librero y, por eso, le pasó libros de comportamiento sexual para que creciera con la seguridad de quien labra su destino como se le dé la gana.
Era la persona correcta en el momento perfecto
Aunque le gustaba la poesía y las novelas, Álvarez Gardeazábal en el amor se consideraba bastante pragmático. Michel Foucault, el filósofo francés autor de Vigilar y Castigar, dice que se dio cuenta que era un genio cuando, siendo adolescente, pudo conquistar a diez compañeros suyos que se juraban heterosexuales. Con la seguridad de su belleza y su talento arrasador y precoz, el escritor se ganó algo que muchos gays en esa época no tenían en el Valle del Cauca: respeto.
En 1965, con apenas 20 años, se fue a vivir a Cali en donde se matriculó en la Universidad del Valle en la Facultad de Letras. Era la persona correcta en el momento perfecto. Cali se despertaba de su letargo, de las heridas infringidas por la explosión del 7 de agosto de 1956 cuando un convoy del ejército explotó con toneladas de dinamita y mató a más de 4.000 personas.
Surgen talentos en el cine como Luis Ospina, Carlos Mayolo, en el teatro nace el TEC, la idea sublime de Alejandro Buenaventura, artistas como Miguel González, curador del museo La Tertulia, y empieza a surgir uno de los movimientos culturales más importantes en la historia del arte de este país, un movimiento que se extendió al mundo del cine con los ciclos que organizaba el eternamente joven Andrés Caicedo en el teatro San Fernando. Y después la vida, la rumba que permitía siempre locuras.
Al expresar claramente su homosexualidad, tenía que ganarse su respetabilidad
Locuras agarradas siempre por el rigor de su obsesión. Porque no se había graduado cuando ya había publicado ensayos en la estafeta literaria de Madrid, tres cuentos en la revista Mundo Nuevo de París. Sabía que, al expresar claramente su homosexualidad, tenía que ganarse su respetabilidad como fuera.
Por eso, organiza en 1974 un congreso de Literatura Norteamericana en la Universidad del Valle y en el Museo La Tertulia e invita, por primera vez a Colombia, a Mario Vargas Llosa y una escritora brasilera que pocos conocen: Clarice Lispector.
Gardeazábal se considera absolutamente vivaz en el sexo e indomable, era uno de los clientes más asiduos de los tres bares gays que a mediados de los setenta había en Cali. En uno de ellos, llamado Golosinas, ubicado al frente de la iglesia de la Ermita, para mayor provocación, llevó a una de las glorias del boom, al chileno José Donoso quien visitaba la Sultana junto con su esposa.
Para que los dejara ir solos, Álvarez Gardeazábal le dijo a la esposa del escritor: “Su marido es marica y, por eso, me lo voy a llevar a mariquear”. Fue el guía que le mostró a Manuel Puig, otro eminente maricón, las zonas de tolerancia de la ciudad. Desbocado, en 1978 viaja al Nueva York del pre-SIDA. En esa época acababa de florecer el Popper, la droga más sexual de todas.
Y Gardeazábal fue a todas las fiestas y, cuando regresó, el guayabo lo pasó en brazos de su primer gran amor, el decorador de interiores Roque Jimeno con quien estuvo treinta años y, con su actual pareja, Alfredo Saldarriaga, quien lleva dos décadas a su lado.
Gardeazábal ha sabido soportar los prejuicios de su época con un cinismo que le ha permitido vivir la vida con la libertad del río y del viento.